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ALGO DE NADA


Antes de que existieran las galaxias, las estrellas o incluso la luz, hubo algo. O mejor dicho, no hubo nada. No hablamos de un lugar. Ni de un momento. Hablamos de un estado de existencia donde las reglas del universo simplemente no se aplicaban. El espacio no tenía forma. El tiempo no avanzaba. Era un vacío tan absoluto que nuestras palabras apenas pueden rozar lo que significa. Y sin embargo, de esa nada, algo surgió.

En una fracción de segundo, el universo se expandió a una velocidad inconcebible. Energía, materia, el propio espacio. Todo emergió de un punto. O tal vez de algo aún más extraño. En 1929, Edwin Hubble descubrió que las galaxias se alejan unas de otras. Esa fue la primera prueba clara de que el universo está en expansión. Pero eso nos lleva a una pregunta aún más profunda. ¿Por qué comenzó todo? ¿Qué desencadenó el nacimiento del universo? La idea de la nada es mucho más compleja de lo que parece. Durante milenios, filósofos y científicos han debatido su significado.

Porque cuando decimos nada, ¿a qué nos referimos realmente? En filosofía, la nada suele definirse como una ausencia absoluta. Sin ser, sin propiedades, sin existencia de ningún tipo. Una idea tan radical que resulta difícil de imaginar.

Para Aristóteles, por ejemplo, un vacío real era imposible. La naturaleza aborrece el vacío, decía. Él creía que todo espacio debía estar ocupado por algo, aunque fuera una sustancia invisible.

La idea de que algo pueda surgir de la nada simplemente no encajaba con su visión del mundo. Muchos sistemas filosóficos antiguos compartían esta noción. El universo no se crea de la nada, sino que surge por transformación o emanación de algo ya existente. Siglos después, el filósofo Leibniz planteó la pregunta más profunda. ¿Por qué hay algo en lugar de nada? Si la nada absoluta parece más simple, más natural, ¿por qué existe el universo? ¿Qué explica que haya algo en lugar de la ausencia total? Durante siglos, incluso en la ciencia, el vacío se entendía como la ausencia de materia. Un escenario donde no había partículas, pero donde el espacio seguía existiendo como un escenario vacío.

Todo comenzó a cambiar en el siglo XVII, con experimentos como el barómetro de Torricelli, que demostró que era posible crear un espacio sin aire, un vacío real. Pascal y Boyle también aportaron pruebas experimentales que derribaron la vieja idea aristotélica de que todo debía estar lleno. Pero incluso entonces, el vacío era solo un lugar donde no había cosas. En el siglo XIX surgió la idea del éter luminífero, una sustancia invisible que supuestamente llenaba todo el espacio y servía de medio para que la luz se propagara. Pero esa teoría fue descartada con la llegada de la relatividad. Einstein demostró que el éter no era necesario. El espacio mismo podía curvarse, expandirse, contraerse. Ya no era un simple fondo, era dinámico, con propiedades físicas reales. A comienzos del siglo XX, la mecánica cuántica cambió todo.

Según el principio de incertidumbre de Heisenberg, es imposible que un campo cuántico esté completamente en reposo. Incluso en el vacío más vacío posible existen fluctuaciones. Pares de partículas surgen espontáneamente y desaparecen en fracciones de segundo. 
No podemos verlas directamente, pero sus efectos se pueden medir. Un ejemplo claro es el efecto Casimir, donde dos placas metálicas muy cercanas en un vacío experimentan una fuerza que las empuja una contra otra. Esa fuerza proviene de la diferencia en las fluctuaciones cuánticas entre el espacio dentro y fuera de las placas. Así descubrimos que el vacío cuántico no está vacío. Es una sopa burbujeante de energía, con partículas virtuales surgiendo y desapareciendo. En física moderna, cada tipo de partícula no es más que una vibración en un campo cuántico.

Por ejemplo, el electrón es una vibración del campo del electrón. El fotón, del campo electromagnético. Y hay un campo llamado campo de Higgs que llena todo el universo. 
Este campo tiene una energía mínima distinta de cero, incluso cuando no hay partículas. Gracias a él, algunas partículas adquieren masa. Así que incluso en su estado vacío, el campo de Higgs sigue estando ahí. Entonces, ¿qué es la nada para la ciencia? No es la ausencia absoluta de todo. Es un estado mínimo de energía, de campos, de potencial. Lo que los físicos llaman nada, en realidad, es algo.

Un estado vacío desde nuestro punto de vista, pero lleno de actividad cuántica desde el punto de vista del universo. Según el modelo cosmológico más aceptado, el universo nació de un estado extremadamente caliente y denso hace unos 13.800 millones de años. Ese punto inicial, una singularidad, no era una explosión en el espacio, sino la expansión del propio espacio. 
El universo no explotó en algo. Era ese algo y simplemente comenzó a expandirse. Pero esta idea nos deja frente a una gran pregunta. ¿Qué había antes del Big Bang? La respuesta no es sencilla. Si el espacio y el tiempo nacieron con el Big Bang, entonces no hay un antes, al menos no en el sentido clásico. Pero los científicos no se rinden fácilmente ante el misterio.

Algunas teorías proponen que el Big Bang no fue el inicio absoluto, sino una transición. Por ejemplo, los modelos cíclicos sugieren que el universo se expande, luego se contrae y vuelve a expandirse en un ciclo eterno. Lo que hoy llamamos Big Bang sería solo un rebote, un nuevo comienzo tras un colapso anterior. Otras teorías, como la gravedad cuántica de bucles, sugieren que el universo nunca llegó a un punto de densidad infinita. En lugar de una singularidad, habría existido un rebote cuántico desde un estado anterior comprimido. Otra hipótesis poderosa es la inflación cósmica. En sus primeros instantes, el universo se habría expandido a una velocidad exponencial, multiplicando su tamaño billones de veces en una fracción de segundo. Esta inflación podría haber sido causada por un campo inflacionario, y el Big Bang sería simplemente la transición de ese campo hacia un estado más estable. Pero algunos modelos inflacionarios también abren la puerta a algo más grande, un multiverso.

En él, nuestro universo sería solo una burbuja dentro de un mar cósmico de burbujas, cada una con sus propias leyes físicas. Y lo que llamamos nada antes del Big Bang, en realidad sería un vacío cuántico altamente energético, capaz de generar universos por fluctuaciones. ¿La nada o una realidad más profunda? Ya sea un rebote, una burbuja inflacionaria o una transición desde una dimensión más alta como proponen algunas versiones de la teoría de cuerdas, la conclusión es clara. 
Lo que la ciencia llama nada antes del Big Bang siempre ha sido algo. Campos. Energía. Geometrías cuánticas. Dimensiones invisibles. La verdadera nada, una ausencia total de ser, quizás ni siquiera sea posible.

Apenas una fracción de segundo después del Big Bang, ocurrió algo extraordinario. El universo se expandió a una velocidad inimaginable, multiplicando su tamaño billones de veces en menos de un parpadeo. A esto se le llama inflación cósmica y fue una idea propuesta en los años 80 por el físico Alan Guth. Sirvió para resolver varios misterios. ¿Por qué el universo es tan homogéneo en todas direcciones? ¿Por qué su geometría es tan plana? ¿Por qué no vemos ciertos tipos de partículas exóticas? La inflación estiró el espacio tan rápidamente que cualquier irregularidad inicial desapareció. Y al finalizar, el campo inflacionario liberó una enorme cantidad de energía, dando origen a la materia y la radiación que hoy observamos. Tras la inflación, el universo era una sopa extremadamente caliente y densa, llena de partículas elementales, quarks, gluones, electrones, neutrinos, fotones. A medida que se expandía, se enfriaba. Cuando la temperatura bajó lo suficiente, los quarks se combinaron para formar protones y neutrones.

Más tarde, esos protones y neutrones se fusionaron, formando los primeros núcleos de hidrógeno, helio y trazas de litio. Este proceso, conocido como nucleosíntesis primordial, ocurrió en los primeros 3 a 20 minutos tras el Big Bang. Durante cientos de miles de años, el universo fue opaco. ¿Por qué? Porque los electrones aún no se habían unido a los núcleos atómicos. Todo estaba en forma de plasma. Una nube de partículas cargadas y fotones que chocaban constantemente. 
La luz no podía viajar libremente. Era como estar dentro de una niebla espesa. Unos 380.000 años después del Big Bang, la temperatura descendió hasta los 3.000 grados Kelvin.

Fue entonces cuando los electrones se unieron a los núcleos, formando átomos neutros. La niebla se disipó. La luz pudo moverse libremente. Esa luz es la radiación cósmica de fondo de microondas, el eco fósil del Big Bang, y todavía la podemos detectar hoy como un tenue resplandor de unos 2,7 grados sobre el cero absoluto que llena todo el cielo. Esta radiación es uno de los pilares de la cosmología moderna. Nos muestra cómo era el universo cuando tenía menos de medio millón de años. Después de liberar la radiación cósmica de fondo, el universo entró en una etapa conocida como las eras oscuras. No había estrellas. No había luz.

Sólo una expansión silenciosa de gas de hidrógeno y helio. Pero en algunas regiones, pequeñas fluctuaciones de densidad, esas pequeñas arrugas, sembradas por la inflación, comenzaron a colapsar por la gravedad. Con el tiempo, la materia se agrupó. Las nubes de gas se comprimieron hasta que en sus núcleos la temperatura fue tan alta que comenzó la fusión nuclear. Así nacieron las primeras estrellas, conocidas como estrellas de población 3. Fueron gigantes, efímeras, y con su luz rompieron la oscuridad. También sembraron el universo con elementos más pesados como carbono, oxígeno y hierro, necesarios para la vida. A medida que pasaron millones de años, las estrellas comenzaron a agruparse en galaxias. Y estas galaxias, a su vez, formaron cúmulos y supercúmulos, organizados en una vasta red tridimensional, el tejido cósmico. Pero nada de esto hubiera sido posible sin una misteriosa aliada, la materia oscura.

No la podemos ver, no emite ni refleja luz, pero sí deja huellas. Su gravedad mantiene unidas a las galaxias y acelera su formación. De hecho, solo el 5% del universo es materia normal. 
El 27% es materia oscura y el resto, algo aún más extraño. En 1998, los astrónomos descubrieron que la expansión del universo no se está frenando. Se está acelerando. La responsable es la energía oscura, una fuerza repulsiva que actúa como una especie de antigravedad. Representa el 68% del universo y aún no sabemos qué es exactamente. Si la energía oscura sigue dominando, el universo podría continuar expandiéndose por siempre. 
Las galaxias se alejarán unas de otras hasta que ya no podamos verlas. Las estrellas se apagarán. Los agujeros negros se evaporarán. Y en billones de años, el universo será frío, oscuro y silencioso. Un final tan misterioso como su origen. Hemos recorrido la historia del universo desde antes de su nacimiento, explorando el significado de ese concepto tan esquivo, la nada.

Y, sin embargo, en cada intento por entenderla, nos encontramos con algo. Campos cuánticos. Energía del vacío. Geometrías ocultas. Fluctuaciones. Incluso el vacío más extremo de la física moderna no es la ausencia total, sino una red de posibilidades latentes. Quizás la nada absoluta no sólo es inalcanzable. Quizás no puede existir. Cuando los científicos hablan de que el universo surgió de la nada, no se refieren a una nada absoluta. Hablan de un estado mínimo de energía, de un campo cuántico inestable, de una geometría que aún no había despertado. La filosofía, por su parte, nos recuerda la dimensión más profunda de esta pregunta. ¿Por qué hay algo en lugar de nada? No se trata sólo de entender cómo comenzó el universo.

Se trata de comprender qué significa existir en un universo que, según todas las probabilidades, podría no haber existido jamás. La mayor maravilla no es que el universo exista. Es que nosotros existimos para preguntarnos por él.

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