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EN LA ORILLA DEL OCEANO COSMICO


La superficie de la Tierra es la orilla del océano cósmico.  Desde ella hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos.  Recientemente nos hemos adentrado un poco en el mar, vadeando lo suficiente para mojamos los dedos de los pies, o como máximo para que el agua nos llegara al tobillo. El agua parece que nos invita a continuar. El océano nos llama. 

Las distancias del Cosmos son tan grandes que recurrir a unidades como metros o kilómetros no serviría de nada. En lugar de ellas medimos la distancia en el espacio con la velocidad de la luz. Esta unidad de longitud, la distancia que la luz recorre en un año, la llamamos  año luz.  No mide tiempo sino distancias, distancias enormes.

Nuestro viaje comienza el vasto vacio del universo. Ante nosotros, el Cosmos a la escala mayor que conocemos, en el reino de las nebulosas, a ocho mil millones de años luz de la Tierra, a medio camino del borde del universo conocido.

Nos dirigimos a nuestro hogar “La Tierra”, nuestro viaje nos lleva a lo que los astrónomos llaman el Grupo Local de galaxias.  Tiene una envergadura de varios millones de años luz y se compone de una veintena de galaxias.  En ella encontramos la Via Lactea, en uno de cuyos brazos espiral viaja nuestro modesto planeta. Con unos 400.000 millones de agrupadas en sistemas estelares, nuestra galaxia no es de ni de lejos de las mayores. ¿Cuántos pequeños mundos, calientes, azules y blancos, cubiertos de nubes puede haber evolucionado vida inteligente?.  Son nuestros hermanos y hermanas del Cosmos. ¿Son muy distintos de nosotros? ¿Cuál es su forma, su bioquímica, su neurobiología, su historia, su política, su ciencia, su tecnología, su arte, su música, su religión, su filosofía?  Quizás algún día trabemos conocimiento con ellos.

Nos acercamos a nuestro sistema: un grupo de mundos, cautivos de una solitaria y pequeña estrella, el Sol. Plutón, (recientemente descatalogado como planeta) cubierto por hielo de metano y acompañado por su solitaria luna gigante, Caronte.  Los mundos gaseosos gigantes, Neptuno, Urano, Saturno  la  joya del sistema solar y Júpiter están todos rodeados por un séquito de lunas heladas. Entre los planetas rocosos encontramos a Marte, el planeta rojo, y finalmente, y acabando nuestro paseo, volvemos a nuestro mundo azul y blanco, diminuto y frágil, perdido en un océano cósmico.

El descubrimiento de que la Tierra es un mundo pequeño se llevó a cabo como tantos otros importantes descubrimientos humanos en el antiguo Oriente próximo, en el siglo tercero a. de C., en la ciudad egipcia de Alejandría.  Allí vivía un hombre llamado Eratóstenes, director de la gran Biblioteca de Alejandría, quien con su capacidad de observación, curiosidad y rigor científico llegó a estimar, con asombrosa precisión, la circunferencia de la Tierra en 40.000 kilómetros. Las únicas herramientas de Eratóstenes fueron palos, ojos, pies y cerebros, y además el gusto por la experimentación.

Pero la maravilla mayor de Alejandría era su biblioteca, la gran biblioteca de Alejandría y su museo, de la que sólo sobrevive hoy en día es un sótano húmedo y olvidado del Serapeo, el anexo de la biblioteca, primitivamente un templo que fue consagrado al conocimiento.

Además de Eratóstenes, hubo un gran número de mentes brillantes como el astrónomo Hiparco, que ordenó el mapa de las constelaciones y estimó el brillo de las estrellas; Euclides, que sistematizó de modo brillante la geometría y que en cierta ocasión dijo a su rey, que luchaba con un difícil problema matemático:  no hay un camino real hacia la geometría; Dionisio de Tracia, el hombre que definió las partes del discurso y que hizo en el estudio del lenguaje lo que Euclides hizo en la geometría; Herófilo, el fisiólogo que estableció, de modo seguro, que es el cerebro y no el corazón la sede de la inteligencia; Herón de Alejandría, inventor de cajas de engranajes y de aparatos de vapor, y autor de autómata, la primera obra sobre robots; Apolonio de Pérgamo, el matemático que demostró las formas de las secciones cónicas elipse, parábola e hipérbola, las curvas que como sabemos actualmente siguen en sus órbitas los planetas, los cometas y las estrellas; Arquímedes, el mayor genio mecánico hasta Leonardo de Vinci; y el astrónomo y geógrafo Ptolomeo, que compiló gran parte de lo que es hoy la seudociencia de la astrología: su universo centrado en la Tierra estuvo en boga durante 1500 años, lo que nos recuerda que la capacidad intelectual no constituye una garantía contra los yerros descomunales.  Y entre estos grandes hombres hubo una gran mujer, Hipatia, matemática y astrónomo, la última luz de la biblioteca, cuyo martirio estuvo ligado a la destrucción de la biblioteca siete siglos después de su fundación.

Los 15.000 millones de años de historia de nuestro universo es difícilmente asimilable, pero mucho más comprensible si la reducimos a calendario de un año. Un año donde en el primer segundo del 1 de Enero se produce su nacimiento, el Big Bang. En el trascurso de esos meses se produce la formación de nuestro sistema solar, la solidificación de nuestro planeta, el nacimiento de la vida, la colonización de los primitivos océanos y conquista de la tierra firme, la aparición y extinción de los dinosauros, el nacimiento de la raza humana, y en los últimos segundos del 31 de Diciembre de este calendario cósmico la aparición de la escritura y con ello el período que conocemos como “Historia”. Y en el último instante del año, comenzamos nuestra exploración del cosmos.

Nuestro mundo es el único donde sabemos con certeza que la materia del Cosmos ha sido consciente de si misma

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