El lienzo más antiguo del Universo estuvo conformado principalmente por helio e hidrógeno, mientras que el resto de los componentes se crearon, y diseminaron, vía explosiones de supernovas –y así llegaría este polvo de estrellas a la Tierra. Todos los átomos pesados, incluidos oxígeno, nitrógeno y carbono, es decir buena parte de nuestra materia prima, fueron creados por una generación anterior de estrellas, latentes hace unos 4,500 millones de años.
La posibilidad de intimar en el más profundo de los planos, la constitución misma, con seres que generalmente percibimos tan distantes e impersonales como los astros, tiene importantes implicaciones en la forma en la que nos auto-concebimos, así como en la manera en la que entendemos nuestra relación con el cosmos. El precepto cultural de que todo lo que “está allá afuera”, empezando por la naturaleza, existe aparte de mi, pareciera desplomarse, incluso racionalmente, si consideramos que estamos literalmente constituidos de materia astral.
Llevando el juego reflexivo unos pasos más allá, podemos insinuar que al palpar a alguien estamos acariciando al cosmos, y que al contemplarnos al espejo hay en ese reflejo mucho más de lo que creemos. Además, y de la mano de una premisa de Carl Sagan que sentencia: “Somos polvo de estrellas que piensa acerca de las estrellas”, llegamos a la posibilidad de que somos estrellas auto-disfrutándose, o incluso podemos cortejar la idea de que contemplar las estrellas sea un ejercicio de introspección –lo cual por cierto hace aún más sugestiva nuestra existencia.
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